El director de la Fundación Promaestro, Jorge Úbeda, reflexiona sobre el valor de la educación en nuestra sociedad, antes y durante la pandemia de la COVID-19. Este artículo forma parte de la serie Imprecisiones Filosóficas, y está disponible para su descarga aquí.
«Si hay un significante vacío, en esta sociedad en la que confundimos con inconsciente simpleza los discursos y la realidad, que adquiere significados polares dependiendo de quien lo colonice y que puede ser usado al albur de intenciones de todo pelaje, ese es el de la educación. Baste decir, en estas primeras líneas, que la educación de la que se va a hablar aquí es todo aquello que ocurre en las escuelas, los colegios, institutos y las universidades, pobladas, sobre todo, por estudiantes y maestras, alumnas y profesores que dedican toda su vida profesional a enseñar a otros y una porción importante de sus vidas a tratar de aprender para ser algo en la vida, ya sea en un sentido existencial, ya en uno profesional. Por esto mismo, queda fuera del sentido que aquí damos a la educación todo aquello que ocurre en las familias, en las que también se aprenden muchas cosas de no poca relevancia e impacto duradero en la vida. Que ambas esferas de la educación están íntimamente relacionadas es una obviedad a la que dedicaremos alguna que otra Imprecisión filosófica cuando llegue el momento oportuno.
La educación es uno de los comodines en nuestra vida social y política. En su lucha desesperada por mover a los electores hacia su opción, los partidos políticos utilizan la educación como comodín ideológico en el que despachan a gusto lo más reconocible, aunque con un hedor insoportable a rancio, gastado y simplón, de su espectro ideológico. Consideran que así conseguirán que la gran masa de indecisos opte, por fin, por sus siglas políticas, aunque después, si es el caso que alcancen el poder, la mayor parte de sus promesas en cuestión educativa las cambiarán por otras de mayores réditos en el ejercicio del poder: es lo que tienen los comodines. Bien cuidadosos se muestran, sin embargo, cuando se trata de mimar a otros sectores sindicales, patronales, fiscales, culturales, jurídicos o de lo que sea y allí no se andan con comodines, sino que asignan, con claridad, cuál será el valor que cada cual adquirirá en la futura baraja del poder.
Pero esto no solo es patrimonio de nuestros políticos pues la sociedad acude al comodín de la educación con pasmosa facilidad que hace sospechar de que en cada pecho español anida un seleccionador de fútbol y una ministra de educación. Que hay violencia de género, esto se arregla con una asignatura de igualdad; que todos, nativos e inmigrantes digitales, nos perdemos por las redes, pues alfabetización digital en los institutos; que la gente se cree todo lo que lee y ve en las redes sociales, pues montamos talleres sobre fake news en las escuelas; que la obesidad es una plaga peligrosa, pues cursos de nutrición en los colegios; que si no nos leemos la letra pequeña de la hipoteca y de las tarjetas revolving, pues toma educación financiera. ¿Acaso la esfera judicial, la protección judicial de los vulnerables, el derecho digital, la profesionalidad periodística, la legislación de productos nocivos para la alimentación, el control de los abusos bancarios no juegan un papel relevante? ¿Mayor, incluso, que el papel modesto, aunque necesario, de la educación?
Ya sea por los políticos o ya sea por nuestras opiniones, el caso es que el uso de la educación como comodín solo logra ocultar el lugar que debería ocupar en nuestra sociedad. Que ahora no veamos un Ministerio de Educación liderando la apertura de las escuelas con la misma urgencia que la apertura de bares, terrazas y hoteles, la adaptación a la pandemia mientras dure, la compensación de las desigualdades del sistema y que se haya refugiado, una vez más, en la ley como si el BOE resolviera todos los problemas de los centros educativos muestra una vez más que, con independencia del color político de quien gobierne, la educación no es para nosotros uno de los bienes comunes que cuidamos y respetamos con urgencia y conocimiento.
Y eso que sabemos que diecisiete de cada cien jóvenes españoles no siguen estudiando después de haber obtenido el título de la ESO, que es el título que todo el mundo necesita, aunque no sirva para nada. También tenemos más que estudiado, aunque a nadie escandaliza, que esta tasa desciende cuando el ciclo económico es malo, mientras que si es bueno suele aumentar el abandono de los estudios postobligatorios sobre todo en aquellas zonas de nuestro país con empleos vinculados a baja cualificación. Podemos consultar investigaciones precisas y contrastadas que muestran, aunque tampoco nos escandalice, que el bajo nivel de estudios después de la ESO, además de los problemas que genera de paro crónico, incide en una peor salud, una menor esperanza de vida, una peor calidad de vida, una mayor criminalidad, una menor difusión y prevalencia de los valores democráticos y una menor o inexistente participación social. Pocos de los ministros de educación que se acodan en las barras de los bares o supuran en las redes sociales sabrán que España gasta menos en educación que los países europeos de su mismo nivel económico y social. Sí, la educación es un gasto importante, solo basta con probar a no hacerlo o gastar por debajo de nuestras posibilidades: a ver qué pasa. Pero la educación es un comodín que se puede usar para tirarnos las ideas políticas a la cabeza, lucir nuestra lustrosa identidad ideológica y dar pases de salón acerca de cómo lidiar en las aulas y los centros escolares.
Ojalá la educación fuera nuestro as en la manga y nuestra carta ganadora. Nos podríamos preguntar, parafraseando a Kennedy, qué podemos hacer por la educación en vez de qué puede hacer la educación por nosotros. Y podemos hacer mucho: exigir un buen uso educativo de nuestros impuestos, no dar por hecho que la experiencia escolar de nuestros hijos es la de toda la sociedad, reconocer la profesionalidad de los docentes, huir de la charlatanería educativa como de la peste y buscar -y exigir a los medios- fuentes de información contrastadas con investigaciones sólidas.
Imagino, también, un consejo de ministros en el que cada ministra del ramo tuviera que responder a la pregunta: ¿qué puede hacer nuestra industria por la educación? ¿Qué puede hacer nuestro sistema fiscal y nuestra economía por la educación? ¿Qué puede hacer nuestra seguridad por la educación? ¿Qué puede hacer la justicia por la educación? ¿Qué puede hacer el comercio, el turismo y el deporte por nuestra educación? A lo mejor de este modo, cada cual rasca el bolsillo de su ministerio, al mismo tiempo que incluye en sus estrategias, proyectos y planes la educación como el as en la manga que poder sacar cuando la partida se pone difícil.
No se puede jugar bien la partida de la vida sin educación: es el as que necesitamos».